Aprender y Mejorar su Ingreso

El diablo está suelto

Quien entraba a dichos calabozos, sólo podía comer un pedazo de pan con una aguasal de ajo, que en vez de alimentarlos los secaba hasta la muerte.

Los reos castigados en estas tenebrosas pocilgas terminaban trastocando los días con las noches. Al cabo de varias semanas comenzaban a desquiciarse hasta que lo peor de ellos salía a flote. Eran los días del delirio, de las maldiciones, de los alaridos de rabia y los llantos de dolor. Después, se iban desvaneciendo por el hambre y el encierro de locos, hasta que lo poco de ellos como personas desaparecía entre el berrinche y su propia mierda.

Un reo pocas veces sobrevivía dos entradas a tales calabozos, y si lo lograba, terminaba muriendo poco tiempo después como consecuencia de las secuelas y las enfermedades ocultas y larvadas en el encierro.

Lo que más se parecía a la inclemencia de los castigos era la índole vesánica de quienes los ejecutaban. La mayor parte de los guardias eran policías que habían cometido delitos graves en el continente relacionados con abusos de poder o crímenes en el ejercicio de sus funciones.

Los altos mandos enviaban a la isla a aquellos hombres con el fin de deshacerse de ellos y disponer, de todos modos, de un pie de fuerza útil en semejante piélago, a donde muy pocos uniformados con una hoja de vida intachable estaban dispuestos a ir.

Es por eso que los guardianes de Gorgona, en muchos sentidos, también eran reos en aquella isla. Con una diferencia significativa: el poder que se les otorgaba sobre la población carcelaria —que incluía el porte y uso ilimitado de armas— los convertía en hombres peligrosos y proclives a la impiedad y los abusos. Pero todo eso para ellos estaba justificado pues nada de lo que pasara allí salía de Gorgona, concebida por poderosos políticos, para alejar de la nación a quienes ellos calificaban como la peor escoria humana.

Sólo cuando el Diablo pasó frente a la pequeña ventana de barrotes para recibir el primer desayuno en Gorgona, descubrió el motivo de su desvelo aquella noche. aquí me voy a morir, pensó.

Con esa idea fija en su cabeza fue a sentarse al lado de un grupo de reclusos veteranos.Un veterano en aquella prisión no era en rigor alguien con muchos años de encierro. Era un reo que a lo sumo había logrado sobrevivir tres o cuatro años en la isla.

Eso lo dejaban ver las caras de quienes rodeaban aquella mañana a el Diablo, mientras se tomaban con sonoros sorbos el café: hombres maduros y algunas veces jóvenes, pero avejentados por el hambre y la tortura.

Aquellas caras, aunque el Diablo no lo considerara así, eran el testimonio vivo de que el tiempo en la isla era otro. Un tiempo que parecía denso y estancado entre la soledad y los castigos pero que en Gorgona a todos envejecía el doble.

Aunque el Diablo no pudiera hacer tales reflexiones —porque era de modo simple un asesino sin estudios— su entendimiento y su instinto natural le bastaban para comprenderlo todo al ver la decrepitud temprana en la cara de los demás reos.

Felipe Santiago Arroyo, alias el Diablo, alcanzó a ver su cara en el fondo oscuro de su café y antes de tragarse el último pedazo de pan, sintió que una idea fija y casi incómoda se asentaba como un espanto en su cabeza: me tengo que volar de esta mierda, pensó.

Él y los siete nuevos presos fueron llevados esa mañana a la enfermería para unos chequeos de trámite.Después,llegaron a empujones hasta un patio abierto donde se levantaba una torre en madera.

El capataz de las brigadas les habló desde allí. En voz alta les recordó la disciplina que se debía observar en el trabajo. Y recuerden que el que intente escaparse de aquí debe tener mucha suerte, dijo con voz monótona.

Luego, hizo traer un pelotón de hombres que disparó sin contemplación sobre los cocos de una frondosa palmera. Los frutos impactados cayeron al piso, abriéndose en pedazos. Porque si el que se escape no tiene suerte, concluyó, esto es lo que le espera si lo cogemos.

el Diablo fue destinado a la brigada de pescadores. Su trabajo, a partir de la siguiente mañana, consistió en salir en una canoa hacia una pequeña zona vigilada por guardas.

Su compañero de embarcación era Darío, el Cordobés, un joven de veintiséis años sentenciado por una serie de robos a bancos, en decenas de pueblos dela Costa Atlántica.

Los dos debían ayudar al resto de pescadores a tender los trasmallos en una zona coralina habitada por especies menores.Después debían retirarse a una zona profunda, de mar un poco más abierto, pero siempre vigilados por guardianes en embarcaciones motorizadas.Allí lanzaban cinco líneas de nailon con carnadas vivas y en silencio, se sentaban en el casco de la canoa a esperar.

En dichas jornadas el Diablo se espantó con los cardúmenes de inmensos tiburones que chapoteaban a pocos metros y la fugaz aparición del lomo de desconocidas bestias marinas que antes del amanecer empezaban a rodear la pequeña embarcación.

Después,si la suerte les sonreía,algún espécimen se enganchaba. Los hombres se lanzaban sobre las líneas tensas y comenzaban a recogerlas, amarrándolas a un palo de la borda, para luego soltarlas. El procedimiento lo repetían decenas de veces en medio de agonías e interjecciones de dolor.

Los tiburones y los meros eran los que se resistían con mayor furia. Al límite de la extenuación, los reos atraían los tiburones y demás especies hasta la superficie, donde los remataban a palos. El resto era trabajo rutinario de un matarife:destazar el pez,quitarle las agallas, seccionarlo y salpresarlo en el fondo de la canoa. Un asunto en apariencia sencillo. Pero un día, el Cordobés cometió un error fatal que puso en riesgo su vida y la de el Diablo.

Todo empezó la tarde anterior en los baños. Un recluso, sentenciado por participar en decenas de masacres de campesinos en el Huila, Orlando Granada, el Mellizo, interceptó a el Cordobés en los retretes.Lo tomó del cuello y lo amenazó con matarlo por una vieja pendencia de alimentos y tráfico de marihuana.En el forcejeo brutal pero silencioso (si los guardas los descubrían irían con seguridad al garrafón), el Cordobés recibió una corta pero profunda cuchillada en el dorso de su mano derecha. El pleito fue tan intenso como breve y los dos hombres se dispersaron antes de ser sorprendidos por los guardianes.

Angustiado, el Cordobés amarró su herida con un jirón viejo de alguna media olvidada que encontró en el pabellón de camas y la cubrió con la manga de su camisa. Esa noche se fue a la cama temiendo lo peor.

Pero los problemas sólo empezaron en la mañana siguiente. La herida había dejado de sangrar en la madrugada, pero el tajo era pleno y exponía las carnes de mala manera. El ladrón de bancos no dijo nada a el Diablo, su compañero de pesca, al salir en la brigada de aquella mañana.

Pero cuando se encontraba acomodando las líneas en el agua, el Cordobés se dio cuenta de que mantener en secreto la cortada de su mano había sido un gravísimo error. Un tiburón, enceguecido por el delirio de la carne abierta de la mano que entraba y salía del agua atacó la canoa de los dos hombres.

el Diablo se tambaleó y, a punto de caer al agua, logró agarrarse de un espeso lazo amarrado en proa. Por su parte, el Cordobés, alcanzó a recibir una dentellada que le destrozó parte de la mano. El escualo siguió embistiendo la embarcación con pavorosa insistencia, que solamente los disparos de los guardianes a pocos metros de allí, pudieron romper.

En los siguientes días de convalecencia, el Cordobés confesaría a el Diablo los detalles sobre su imprudencia,que había estado a punto de causar una desgracia.Felipe SantiagoArroyo no le dijo nada,pero al pensar en el tiburón olfateando el rastro de sangre humana en el agua, un repentino escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Con excepción de ataques de tiburón semejantes al que sufrió el Cordobés, nada parecía alterar las faenas de pesca.

Hacia las dos de la tarde, la brigada regresaba con las presas destripadas y saladas en costales o amarradas en sartas sobre varas que dos hombres cargaban en andas. Era la comida de privilegio para los guardianes y algunos prisioneros que gozaban de mínimas indulgencias.El resto de la carne era un precioso botín para algunos guardas de mayor rango: transportada en el barco que arribaba tres veces al mes, cruzaba el mar de Gorgona para ser vendida en el continente, en el mercado de Buenaventura.

Pero eso a el Diablo poco le importaba. La mayoría del tiempo lo consumía en la idea que se había fijado en su cabeza. Me levantaba y me acostaba con la misma vaina, ahí, ahí, me confesó el Diablo en su viaje de regreso a Gorgona, sentado en una de las playas de la antigua prisión. Cómo irme de aquí, me repitió que pensaba cuarentiún años atrás, cuando nada en aquella isla le arrojaba una señal para resolver su persistente pregunta.

La respuesta sólo la tuvo clara muchos meses después. En una de las tardes libres de cada quince días en el patio de armas, el Diablo oyó los cuchicheos de dos reclusos que hablaban de Eduardo Muñetón, un prisionero convertido en leyenda por un memorable intento de fuga.

Lo llamaron el Papillón Colombiano, pues para nadie hubo dudas de que su desesperado intento de escape parecía estar inspirado en el que hiciera en 1941, Henri Charriére, alias Papillón, de la cárcel de la Guayana francesa, a donde fue condenado a trabajos forzados. El mismo Papillón escribió en libertad una novela autobiográfica, que se volvió un emblema para los hombres en libertad y llegó a ser una especie de testamento de redención, para aquellos presos de cárceles inhumanas como Gorgona.

El desdichado, según lo oyó el Diablo, se fugó de Gorgona en una canoa robada, pero dos días después los guardianes lo encontraron y lo trajeron de regreso a la isla, donde finalmente murió a consecuencia de los castigos que nunca se le suspendieron. Yo no me atreví a preguntarle nada a aquellos tipos, recuerda Felipe Santiago Arroyo, porque en la cárcel preguntar es igual que confesar lo que usted está pensando. El Diablo no preguntó, aunque sabía que en una prisión son pocos los que no piensan en escapar.

Desde aquel mes de noviembre de 1967 creyó con más fuerza que huir de Gorgona sólo sería posible si contaba con una embarcación, resistente y ligera. Pero, ¿cuál?

La fuga fallida del Papillón Colombiano había dejado una lección a la guardia: Las canoas y demás embarcaciones de dotación fueron desde entonces sometidas a un exhaustivo inventario y una vigilancia tan cerrada, que hizo imposible o disparatado que cualquier recluso pensara en robar alguna para emprender un nuevo escape.

Fue entonces cuando el ánimo de el Diablo se vino abajo, pues había algo que lo torturaba tanto como el hambre y los continuos castigos a que era sometido. aquí te vas a morir Diablo, le repetían los guardas, quienes desde que el 444 había pisado la isla, no le quitaban el ojo de encima y siempre que podían le hacían todavía más difíciles sus días.

Dicho estado le hizo cometer algunos errores. el Diablo se volvió irascible y mucho más huraño que antes. Una tarde acometió a puñetazos a un recluso recién llegado que se sentó en su zona de descanso sin su permiso.

En otra oportunidad,insultó a un uniformado que entró a la sala de televisión donde decenas de reclusos veían el noticiero y apagó el aparato cinco minutos antes de la hora reglamentaria.Todos dejaron de reír y cerraron la boca en el acto, menos el Diablo.

Los guardas no perdieron oportunidad para ablandarlo. Aquella vez lo metieron al garrafón y le tumbaron a puñetazos los dientes incisivos superiores e inferiores. En otra ocasión, luego de insultar a otro guarda con las procacidades bien aprendidas de asesino, pasó ocho días en los calabozos.

Del garrafón heredó la cojera incurable de su pierna derecha y de los calabozos la costumbre de pensar en voz alta y una sensibilidad de búho por los días resplandecientes del trópico. Con menos de un año de encierro en Gorgona, la resistencia física de el Diablo se estaba agrietando. Se le veía más débil, enfermo y viejo.

Pero, aunque nadie lo percibiera, su espíritu parecía imbatible. No había un día, pese a las torturas recibidas, en que no se hiciera la misma pregunta: ¿en qué voy a salir de esta podrisiña (podredumbre)?

La respuesta llegó cuando menos la esperaba. Corría el mes de abril de 1968, y como solía ocurrir cada cierto tiempo, los reos fueron relevados de sus respectivas brigadas. El Diablo pasó de la brigada de pescadores a la de leñadores. Yo no cabía de la alegría, alabado sea el señor, me dice Felipe Santiago que así es como recuerda aquel día. Porque yo ya sabía que solamente si me hacía una balsa de madera podía salir de la isla, concluye.

Una balsa. Esa fue la imagen que se quedó en su cabeza desde entonces. Iba con ella al dormitorio, a los retretes y al comedor, indiferente a los negocios turbios de los reos, a las transas sexuales entre los mismos hombres, al tráfico de narcóticos, sumido en su imagen idílica. el Diablo era entonces lo más parecido a un hombre enamorado. Enamorado de una embarcación.

La representaba como las balsas inveteradas de su Tumaco del alma,cuando de niño las fabricaba él mismo con seis troncos atados por una cabuya. Sobre dichas balsas gobernaba los esteros que formaban el mar al meterse en tierra, navegando desde la periferia del pueblo hasta su humilde casita, elevada entre el monte sobre palafitos.

Pero los tiernos recuerdos de infancia, a excepción de la balsa, no tenían ninguna conexión con las asperezas de Gorgona. En sus jornadas como leñador vio cientos de árboles reclinados con docilidad, unos sobre otros, inmensos y añosos. Ceibas y guayacanes que eran apetecidos y aserrados de modo sistemático por las brigadas.

Pero ninguna especie llamó tanto la atención de el Diablo como el árbol de balso, el material de sus embarcaciones de infancia. Él sabía que dicha madera era más liviana que el corcho y además, resistente y ligera. No cabía duda: Si tenía que fabricar una balsa debía ser con tales troncos.

El balso, sin embargo, no tenía utilidad aparente en la prisión. Los árboles crecían y envejecían en su robustez hasta que caían por su peso o se pudrían en pie. A los troncos de balso se les podía ver desperdigados por el camino, tendidos en tierra,en la zona de mayor labor. No era raro ver a los guardas sentados sobre alguna pila de dichos troncos durante sus turnos de vigilancia. Mientras trabajaba, encorvado sobre la sierra o blandiendo el hacha sin pausa, el Diablo sentía que había una oportunidad, una leve esperanza de salir con vida de aquella prisión.

El poco sueño que había logrado conquistar por las noches volvió a esfumársele. Pasaba en vela, turbado por la ensoñación de verse agrupando los troncos necesarios para hacerse su balsa en algún lugar umbrío de la playa, lejos de la vigilancia de los custodios. Eran sueños en plena vigilia que terminaron procurándole un infinito placer.

Pero la realidad era otra. Durante las duras jornadas de tala en los bosques, los guardas desplegaban una hostilidad única sobre los leñadores, pues, contrario a las jugosas ganancias de quienes vigilaban las jornadas de pesca y de siembra, el trabajo en la brigada de leñadores no dejaba a los guardas más que tedio, mordeduras de serpientes o la ponzoña de alguna alimaña. Nada más.

Por eso, los guardas desfogaban sus frustraciones mortificando a los reos. De modo que, pocas veces, los leñadores tenían tiempo para descansar y su debilidad era castigada con severos golpes de culata y recorridos a lo largo de la playa rocosa de los acantilados, de rodillas y sobre los codos.

El Diablo, por supuesto, probó varios de estos suplicios. Su cuerpo parecía a punto de romperse. En alguna parte de sus brazos y piernas no había terminado de cicatrizar una profunda herida, cuando otra venía a sumársele. Solamente la vista de los troncos de balso desperdigados en la zona de trabajo parecía reconfortarlo. Eso y soñar despierto.

Pero un día, a mediados de junio de 1968, ocurrió lo que había de darle un giro a sus planes.Y el Diablo, que había calculado en su cabeza su más preciado proyecto noche tras noche, muy pronto pasaría sin dudarlo de los sueños a la acción.

Como lo más parecido a la alegría en Gorgona era el alcohol, los reos habían logrado crear una fuerte red de contrabando de bebidas fermentadas que,a pesar de que era descubierta y desmantelada con severidad por la guardia, volvía a organizarse en clandestinidad y las bebidas como la chicha y el guarapo empezaban de nuevo a correr sin control por las gargantas sedientas.

La chicha se preparaba con las mazorcas de maíz que algunos integrantes de la brigada de siembra lograban sacar de los campos. El guarapo era más escaso, porque el consumo de panela, de donde al principio los prisioneros obtenían el alcohol, estaba restringido. Lo poco que se lograba producir salía de la miel de abejas que los presos robaban con peligro de panales encontrados en el monte, al regresar de los campos de siembra.

Pero una cosa era encontrar la materia prima para hacer el alcohol y otra muy distinta era poner la mezcla de agua, maíz o panela en un sitio seguro y reposado, con sus días de rigor para que los jugos del maíz o la miel lograran llegar al punto exacto de fermentación.

Sobre todo, cuando en una cárcel como Gorgona un grado mayor de alcohol hacía la gran diferencia entre emborracharse con poco pero rápido, o tomar con abundancia un alcohol inoperante.

Los sitios mejores para que las mezclas llegaran a su grado óptimo de fermentación eran la cocina, los rincones bajo los hornillos de las estufas y los dormitorios. En dichos lugares los reos escondían sus tinajas y ollas que hervían a rebosar, bajo el espumarajo de la fermentación.

De este modo, en los corredores y patios de Gorgona, bullía un comercio de alcohol, escaso pero permanente, del que casi todos los reos bebían algunos vasos cada mes para olvidarse del encierro y creerse libres en su estado de ebriedad disimulado y transitorio.

Y Felipe Santiago Arroyo, alias el Diablo no era la excepción. La mañana del 14 de junio de 1968, cuando sus planes de construirse una balsa para huir del penal dieron un giro inesperado, estaba a punto de tomarse un sorbo de chicha. Luego de una larga jornada con la sierra, se recostó exhausto detrás de un árbol y destapó su recipiente de totumo. No alcanzó a saborear la chicha cuando uno de los guardianes, el cabo Angulo, le llegó por detrás. El uniformado primero lo golpeó por la espalda con la culata y después le preguntó qué estaba bebiendo. Yo le dije —recuerda el Diablo, recorriendo los mismos campos de la cárcel—“y qué más va a ser, señor agente, chicha”.

Felipe Santiago se ríe y pasa su mano por la espalda: el tipo me dio otro culatazo, pero como yo no lloré ni le pedí perdón, me cogió del brazo y me llevó pa´ dentro del monte.

Allí, el caboAngulo cogió el totumo entre sus manos y bebió un sorbo. El Diablo, que aún recuerda aquel momento, mira para lado y lado como buscando las palabras refundidas en su memoria:“oiga Diablo” —me dijo—“por qué usted mañana no trae más de esto para acá”.

En la siguiente faena de leña, el Diablo, llevó la chicha que le habían pedido. Los cinco guardianes tomaron despreocupados, servidos por el reo al que ellos siempre le recordaban que en aquella cárcel se iba a morir. Aquí te vas a morir Diablo, —le decían—. En eso pensaba el Diablo mientras les servía chicha, sin saber que la situación que le dibujaba una leve y casi imperceptible sonrisa en su boca desdentada, podría calificarse como irónica. El Diablo no sabía nada de eso, pero la comprendía, pues luego de quince meses de encierro, un golpe de suerte enmascarado en el error fatal de dejarse atrapar tomando chicha, le había abierto la puerta a una salida que por tanto tiempo había buscado. Ahora él sabía de qué material iba a hacer su balsa y cuál pretexto le permitiría ganar el tiempo que necesitaba para construirla.

Los guardianes de la brigada de leñadores se embriagaban por cuenta de el Diablo todos los viernes. Nadie, ni siquiera los demás reos veían en la servidumbre de el Diablo, alguna otra intención que no fuera la de evitar jornadas extenuantes y castigos adicionales. De cierta forma, los reos agradecían los oficios del negro de Tumaco, ya que la chicha apaciguaba a los guardas, anestesiando sus frustraciones. Hablaban entre ellos y decían estupideces y alegres obscenidades.

Pero otra cosa pensaba y hacía el Diablo. A partir de la primera semana, mientras se alejaba al monte donde dejaba las ollas con la chicha de contrabando, aprovechaba el descuido para echarle un vistazo a la playa de los acantilados. En un peñasco oculto entre la abundante vegetación que brotaba vigorosa hasta la playa, descubrió una pequeña cueva.

De modo dócil y con un ánimo casi fiestero, Felipe Santiago Arroyo, repetía el ritual de los viernes: Se adentraba al monte por la chicha y la servía a los guardianes, quienes después de ininterrumpidas libaciones, se abandonaban al pesado sopor de la ebriedad por escasos minutos.

Esos eran los únicos momentos de cada ocho días en los que el Diablo podía entrar en acción. Se escurría con sigilo hasta la cueva, a donde había llevado varios troncos de balso, y se entregaba a la rápida y angustiosa tarea de construir la embarcación.

No trabajaba más de diez minutos cada ocho días. Por las noches, en su dormitorio, hacía cuentas del tiempo que tomaba cada operación. Cortar y pulir los troncos. Medirlos y emparejarlos. Desprender la corteza que los recubre. Hacer largas tiras y trenzarlas para obtener sogas resistentes. Amarrar los troncos entre sí. Probar la resistencia de la balsa. Moverla. Golpearla contra el suelo para descubrir sus defectos de estructura.Volver a hacer más soga.Volver a amarrar los troncos. Pulirlos de nuevo, tratando de sacarle punta a los extremos de proa y de popa.

Cada una de estas operaciones que parecían simples, pero que eran ejecutadas en los diez angustiantes minutos de cada ocho días, sumadas todas, le demandarían a el Diablo, según sus cuentas, cerca de dos meses de trabajo. La balsa de su escape de Gorgona podría estar terminada para mediados de aquel mes de septiembre de 1968.

Yo dije —recuerda el Diablo— tengo balsa para los días de la fiesta de la Virgen de las Mercedes. Se refiere a la fiesta religiosa que los reclusos del país ofrecen los 24 de septiembre a su santa patrona. Ese año caía en martes. Como todos los años, el penal sólo hacía media jornada de trabajo. La alerta de los guardianes bajaba y un aire postizo de culpa religiosa refrescaba el rigor y los castigos de ese día. Era, por decirlo de alguna forma, el día de la fraternidad de Gorgona. Después, el Diablo no tendría otra oportunidad. Por el contrario, se enfrentaba de ahí en adelante a la eventualidad de ser relevado de brigada, cuestión que lo alejaría de sus posibilidades de estar cerca a la cabeza de playa, donde estaba oculta la embarcación, y desde donde pensaba lanzarse al mar.

Dos semanas antes de la fecha señalada, el Diablo parecía sucumbir a la ansiedad. Darío, el Cordobés, tal vez su único amigo en prisión, preguntaba con frecuencia qué le pasaba. Pero el fugitivo en cierne callaba, siguiendo los códigos fríos e inexorables del hampa. Yo no podía —me dice— contarle nada a nadie, porque hasta un amigo podía sentir envidia y venderme con los agentes. Ese secreto lo sabíamos sólo yo, la santísima Virgen y las benditas ánimas del Purgatorio, nadie más.

Unos días más tarde, el Cordobés fue enviado a los calabozos, luego de que en los patios golpeara a el Mellizo, y amenazara con matarlo.Los rumores que alcanzó a oír el Diablo hablaban de que el Mellizo había provocado a el Cordobés, diciéndole ciertas cosas que había descubierto. ¿Tratos extorsivos o comercio de marihuana? el Diablo no lo supo y no trató de averiguarlo, pues tenía un problema de sobra perturbador como para ocuparse de los asuntos de otros.

Su angustia, además de obedecer al temerario escape que realizaría, se ahondó por un motivo concreto. El día de la fiesta dela Virgen, elegido para el escape, sería un martes.

Como la ingesta de chicha sólo era los viernes, el Diablo, sabía que sería muy difícil, por no decir imposible, intentar una huida el martes con los agentes sobrios y por tanto, alertas y malhumorados. Además, ese día necesitaba sus últimos diez minutos de trabajo para sacar la balsa del escondite y cargarla hasta la playa rocosa desde donde se lanzaría al mar. Intentar algo semejante, con cinco hombres armados hasta los dientes y en uso de sus facultades, era casi un suicidio. no tenía otro camino. o se hacía o se hacía —concluye el Diablo con la mirada perdida en el horizonte.

El domingo 22 de septiembre,dos días antes del escape,ocurrió un hecho en la cárcel que estuvo a punto de echar por tierra los planes de el Diablo. Orlando Granada, alias el Mellizo, el mismo recluso que había acuchillado en la mano a el Cordobés y que éste había golpeado días atrás, volvió a atacarlo en los retretes. El Mellizo sorprendió con un salto de pantera a el Cordobés sentado en el inodoro. Llevaba empuñada una navaja artesanal que minutos antes se había sacado del recto. Pero en esta oportunidad, el Cordobés estaba preparado.

Sin embargo, el Cordobés no pudo esquivar la primera cuchillada que terminó recibiendo plena en el costado izquierdo. Su defensa fue tardía, pero también certera, pues con un cuchillo que ya empuñaba en su mano derecha logró asestarle una puñalada nítida en medio del pecho a el Mellizo, cerca del esternón. El cuchillo se quedó allí, como si estuviese sembrado. El Cordobés quedó reclinado sin vida en el inodoro, como si se hubiese quedado dormido, mientras que el Mellizo alcanzó a arrastrarse hasta el corredor del baño, donde quedó boqueando con el cuchillo firme en el pecho.

Tres reclusos llegaron antes que los agentes a los retretes, entre ellos, el Diablo, quien se preguntaba en medio de la confusión qué había llevado a los hombres a matarse de esa manera. Los otros dos reclusos,temerosos de ser encontrados por la vigilancia en la escena del crimen, se fueron apartando hacia la puerta. “El Cordobés está muerto”, —recuerda el Diablo que le dijeron—,“se la pegaron en el corazón”.

El Diablo se volvió hacia el atacante y entonces, alcanzó a ver que movía la boca como tratando de decir algo. El Diablo bajó su cabeza y se la puso cerca para oírlo mejor. ¿Y usted sabe qué me dijo el hijueputa ese —me pregunta el Diablo, recorriendo la zona de los retretes donde encontró a los hombres tendidos—.¿Qué le dijo? —le respondo intrigado. El Diablo baja los ojos hacia las baldosas donde cuarentiún años atrás había estado el moribundo tendido, tal vez con la que podría ser la mirada de asesino de sus mejores tiempos: “¿así que te vas a volar de la isla, Diablo?”, eso fue lo que me dijo, casi sin voz. Entonces, yo cogí el cuchillo y se lo hundí más.

Fragmento del libro Crónicas: Del diablo a Ingrid de Eccehomo Cetina ( B )



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Esta historia fue escrita por Rivera Díaz y publicada el lunes, diciembre 5, 2011 y está archivada en la(s) sección(es) Antonio Nariño, Barrios Unidos, Bosa, Candelaria, Chapinero, Ciudad Bolívar, Cultura, Engativá, Fontibón, Kennedy, Mártires, Noticias Generales, Publicaciones Comerciales, Puente Aranda, Rafael Uribe, San Cristobal, Santa Fe. Usted puede seguir las respuestas y comentarios a través del RSS 2.0 "feed". Puede dejar su comentario, o trackback de su propio sitio web.
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