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Gabriel García Márquez, una vida

Una vidaCon 768 páginas de literatura, entrevistas y narrativa, salió al mercado una nueva biografía del Premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez. En esta biografía, titulada «Gabriel García Márquez: Una vida», Gerald Martin se ocupa de la tensión en la vida del novelista entre distintos polos como la fama y la calidad literaria, entre la política y la literatura, entre el poder, la soledad y el amor, o entre el trasfondo caribeño y el autoritarismo mucho más sombrío del altiplano bogotano.

Abarca la infancia muy particular y especialmente determinante, la vocación literaria, la fama, la política y, la cuestión – cultura y filosofía- latinoamericana.
 
Además ha conversado sobre el escritor con otras trescientas personas, entre ellas el líder cubano Fidel Castro, el ex presidente del Gobierno español Felipe González, varios presidentes de Colombia, así como colegas de García Márquez: entre ellos Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Álvaro Mutis.

Otras personas entrevistadas por Martin son la esposa e hijos del novelista, su madre, sus hermanos, su agente literaria, sus traductores y muchos de sus amigos y colaboradores, además de algunos detractores.

Gerald Martin es autor de otros libros dedicados a la literatura latinoamericana como «Journeys Through the Labyrinth» (Viajes por el Laberinto), ediciones críticas de «Hombres de maíz» y «El señor presidente», del guatemalteco Miguel Angel Asturias, y ha colaborado en la «Historia de América Latina», de la Universidad de Cambridge.

Gabriel García MárquezFragmento
Pasaje titulado “Hambre en París: La Bohème”, que relata los días de escritura de El Coronel no tiene quien le escriba en medio de dos compañías abrumadoras: la escasez y el amor.

Quién sabe lo que Gabriel García Márquez buscaba al tomar rumbo hacia la capital francesa en diciembre de 1955. Cualquiera que lo conociese habría imaginado que el colombiano costeño se sentiría más a gusto en Italia —tanto social como culturalmente—que en el país situado al norte, un lugar más frío y pagado de sí mismo, más crítico y cartesiano. Desde el principio, su actitud hacia Europa en general era que el Viejo Continente poco podía enseñarle que no hubiera aprendido ya en los libros o en los noticiarios cinematográficos; casi parecía que había venido para asistir a su putrefacción: el olor a col hervida, se diría, en lugar de la fragancia de la guayaba tropical que siempre fue tan cara a su corazón y a sus sentidos. Pero, después de todo, estaba en París.

Del hostal de la Alliance Française se trasladó a un hotel barato conocido entre los viajeros latinoamericanos, el Hôtel de Flandre, en el número 16 de la rue Cujas del Barrio Latino, regentado por unos tales monsieur y madame Lacroix. Justo enfrente estaba el Grand Hôtel Saint-Michel, más opulento, otro predilecto de los latinoamericanos. Uno de sus huéspedes fue el influyente poeta afrocubano y miembro del Partido Comunista Nicolás Guillén, que residió allí largo tiempo y era uno de los muchos escritores latinoamericanos en el exilio durante aquella época de dictadores —Odría en Perú (1948-1956), Somoza en Nicaragua (1936-1956), Castillo Armas en Guatemala (1954-1957), Trujillo en la República Dominicana (1930-1961), Batista en Cuba (1952-1958), Pérez Jiménez en Venezuela (1952-1958), e incluso Rojas Pinilla en Colombia (1953-1957). Toda la zona está bajo la ascendencia cultural de la Sorbona, a escasa distancia de allí, aunque la inquietante mole del Panteón es la obra arquitectónica más imponente de las inmediaciones.

García Márquez se puso enseguida en contacto con Plinio Apuleyo Mendoza, a quien había conocido fugazmente en Bogotá antes del alzamiento popular de 1948. Mendoza hijo, aquel joven serio y algo pretencioso cuya visión del mundo había quedado hecha añicos por la derrota política de su padre y el exilio subsiguiente tras el asesinato de Gaitán, se inclinó hacia el socialismo radical e iba camino de convertirse en un compañero de viaje del movimiento comunista internacional.

Había tenido noticia de la publicación de La hojarasca de García Márquez por la prensa de Bogotá, y “su aspecto y el título del libro me hicieron pensar que era un mal novelista”. El día de Nochebuena de 1955 estaba en el bar La Chope Parisienne, en el Barrio Latino, con dos amigos colombianos, cuando un García Márquez embozado en un abrigo de lana gruesa para combatir el frío de aquella tarde de invierno hizo su entrada en el local. En el transcurso de su primera conversación sobre literatura, vida y periodismo, a Mendoza y a sus amigos el recién llegado les pareció arrogante y engreído, como si los dieciocho meses que acababa de pasar en Bogotá lo hubieran convertido en un típico cachaco. Aseguraba que no creía que Europa fuera nada del otro mundo. De hecho, daba la impresión de que tan sólo le interesaba su propia persona. Ya había publicado una novela y únicamente se animó cuando empezó a hablar de la segunda que tenía en proyecto.

Quiso la casualidad, sin embargo, que García Márquez acabara de encontrar en Plinio Mendoza a su mejor amigo en el futuro, aunque en modo alguno el más constante. Puesto que acabaría por conocer a García Márquez mejor que cualquiera y se sentía menos obligado que otros, a los que movían consideraciones convencionales acerca de la discreción y el buen gusto, se convertiría, aunque parezca irónico, en uno de los testigos más fiables de la vida y la evolución de García Márquez. A pesar de que la primera impresión fue negativa, Mendoza invitó al recién llegado a la cena de Navidad que daban Hernán Vieco, un arquitecto colombiano de Antioquia, y su esposa norteamericana de ojos azules, en su apartamento de la rue Guénégaud, con vistas al Sena.

Los invitados, emigrados y exiliados colombianos, comieron cerdo asado y ensalada de endivias, regado todo con grandes cantidades de vino tinto de Burdeos, y García Márquez cogió una guitarra y cantó vallenatos de su amigo Escalona. Así mejoraron las primeras impresiones que sus compatriotas se habían hecho de él, si bien la anfitriona se quejó a Plinio de que el recién llegado era “un tipo horrible” que no sólo parecía engreído, sino que apagaba los cigarrillos con la suela del zapato. Tres días después, los dos hombres volvieron a encontrarse, tras la primera nevada del invierno, y García Márquez, hijo del trópico, bailó a lo largo del boulevard Saint-Michel y la place du Luxembourg. La reserva de Mendoza se fundió como los copos de nieve que resplandecían en el paño grueso y áspero del abrigo de García Márquez.

Pasaron juntos buena parte de los meses de enero y febrero de 1956, antes de que Mendoza volviese a Caracas, donde residía casi toda su familia. Aquellas primeras semanas, los dos nuevos amigos frecuentaron los lugares preferidos de Mendoza en los alrededores de la Sorbona, el café Capoulade de la rue Soufflot, o L’Acropole, un restaurante griego barato y animado al final de la rue de l’École de Médecine. Si algunos conocidos han descrito al García Márquez de la época, tal vez con escasa caridad, como un hombre poco atractivo, Plinio Mendoza era así o más. Por añadidura, pocos colombianos reaccionan con indiferencia al oír su nombre —en toda Colombia se le conoce sencillamente por “Plinio”, del mismo modo que García Márquez es “Gabo”—.

Muchos lo consideran taimado, presuntamente un típico producto de las tierras altas de su Boyacá natal; sin embargo, nadie niega su calidad como periodista y polemista. Impredecible lo es, y sentimental; pero también es un hombre divertido, que sabe reírse de sí mismo (y de verdad, lo cual es un don sumamente raro), entusiasta y generoso.

Al final de la primera semana de enero, los dos amigos estaban en un café en la rue des Écoles leyendo Le Monde cuando tuvieron conocimiento de que Rojas Pinilla había ordenado al fin el cierre de El Espectador por medio de una cínica combinación de censura e intimidación directa (El Tiempo llevaba ya cinco meses cerrado). Mendoza recuerda que García Márquez restó trascendencia al suceso: “ ‘No es grave’, dijo, exactamente como dicen los toreros después de una cornada. Pero sí lo era”.

El periódico había sido sancionado con una multa de seiscientos mil pesos aquel mismo mes; ahora cerró sus puertas del todo. Los cheques de García Márquez dejaron de llegar, y a principios de febrero ya no podía pagarse la habitación del Hôtel de Flandre. Madame Lacroix, un alma caritativa, le permitió atrasar sus pagos. Según una de las versiones del propio García Márquez, la señora lo trasladaba a plantas cada vez más altas del edificio, hasta que por último acabó en una buhardilla sin calefacción del séptimo piso y ella fingió olvidarse de él. Allí lo encontrarían sus amigos escribiendo, con los guantes y el gorro de lana puestos, embozado en una ruana.

García Márquez ya vivía en una apurada situación económica antes de enterarse de la mala noticia acerca de El Espectador, y a Mendoza le sorprendieron las escasas posesiones que había traído consigo de Colombia. Mendoza le presentó a Nicolás Guillén y a otro activista comunista, el acaudalado novelista y hombre de prensa Miguel Otero Silva, quien en 1943 había fundado junto a su padre El Nacional, el influyente periódico caraqueño. Se encontraron por azar en un bar de la rue Cujas los días previos a que Mendoza se marchara a Venezuela, y Otero Silva los invitó a comer en la conocida brasería Au Pied de Cochon, junto al mercado de Les Halles. Años después, cuando se hicieran amigos, Otero Silva no se acordaría del colombiano pálido y extremadamente delgado que con tanta avidez escuchaba el diagnóstico comunista de la situación en Francia y América Latina mientras engullía a su antojo aquella comida providencial. Otero Silva y Guillén acababan de enterarse de la asombrosa denuncia que Kruschev hiciera de Stalin y el culto a la personalidad cuando el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética tocaba ya a su fin, el 25 de febrero; estaban consternados ante la política de coexistencia que acababa de decretarse y que consideraban derrotista, y especulaban con ansiedad acerca del futuro del movimiento comunista internacional. Guillén protagonizaría una de las anécdotas favoritas de García Márquez del periodo parisino:

Eso fue cuando Perón gobernaba en Argentina, Odría en el Perú y Rojas Pinilla en mi país, eran los tiempos de Somoza, de Batista, Trujillo, de Pérez Jiménez, de Stroessner; bueno, América Latina estaba pavimentada de dictadores, tanto que he contado muchas veces cómo Nicolás Guillén se levantaba a las cinco de la mañana y mientras leía los periódicos tomando su café; después abría la ventana y comenzaba a hablar en voz alta para que lo oyeran en los dos hoteles, llenos de latinoamericanos, y contaba las noticias como si fuera en un patio de Camagüey. Un día Nicolás abrió la ventana y dijo: “Se cayó el hombre”, y cada cual pensó que era el suyo: los argentinos, los paraguayos, los dominicanos, los peruanos. ¡Se cayó el hombre! Yo lo oí y pensé: “Se cayó Rojas Pinilla”. Después supe, por el propio Nicolás, que el grito había sido por Perón.



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Esta historia fue escrita por Rivera Díaz y publicada el lunes, octubre 19, 2009 y está archivada en la(s) sección(es) Candelaria, Chapinero, Cultura, Noticias Generales. Usted puede seguir las respuestas y comentarios a través del RSS 2.0 "feed". Puede dejar su comentario, o trackback de su propio sitio web.
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